lunes, 26 de mayo de 2014

SILVINA OCAMPO


Entre los recuerdos más vívidos de mi infancia mencionaré: un perro lanudo, blanco, llamado Jazmín; una virgen de diez centímetros de altura; el retrato al óleo de mi abuelo materno, que ya he mencionado; y una enredadera con flores en forma de campana, de color anaranjado, llamada Bignonia o Clarín de Guerra.
Vi al perro blanco en una especie de sueño y luego, con insistencia, en la vigilia. Con una soga lo ataba a las sillas, le daba agua y comida, lo acariciaba y lo castigaba, lo hacía ladrar y morder. Esta constancia que tuve con un perro imaginario, desdeñando otros juguetes modestos pero reales, alegró a mis padres. Recuerdo que me señalaban con orgullo, diciéndoles a las visitas: "Vean cómo sabe entretenerse con nada". Con frecuencia me preguntaban por el perro, me pedían que lo trajera a la sala o al comedor, a la hora de las comidas; yo obedecía con entusiasmo. Ellos fingían ver el perro que sólo yo veía; lo alababan o  lo mortificaban, para alegrarme o afligirme.
El día en que mis padres recibieron del Neuquén un perro lanudo blanco, enviado por mi tío, nadie dudó que el perro se llamara Jazmín y que mi tío hubiera sido cómplice de mis juegos. Sin embargo mi tío estaba ausente desde hacía más de cinco años. Yo no le escribía (apenas sabía escribir). "Tu tío es adivino", recuerdo que me dijeron mis padres en el momento demostrarme el perro: "¡Aquí está Jazmín!". Jazmín me reconoció sin asombro; lo besé.


fragmento del cuento Autobiografía de Irene del libro Autobiografía de Irene (1948)

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